martes, 18 de diciembre de 2012

A manera de adelanto y de obsequio, les brindo el primer capítulo de ¨Herencia Maldita¨....

CAPITULO I

Sombras tenebrosas marcaban el atropellado avance del derruido carruaje que en su marcha zamarreaba con violencia a su único pasajero. El padre Andrés, de la orden de los franciscanos, mantenía puesta su capucha como si la misma pudiera brindarle mayor protección. Ni los fulgurantes y luminosos rayos, que, acompañados por rugientes truenos, caían peligrosamente sobre el despoblado sitio, ni las grandes sacudidas, podían sacarlo de su estado. De haber tenido algún acompañante, sólo el resplandor intermitente de los potentes relámpagos, hubiera permitido observar el horror en sus ojos. El cochero, concentrado en mantener las cuartas de briosos caballos en el fangoso camino, agitaba con vehemencia su látigo. El tupido bosque que cercaba la vía a ambos lados, servía de guía, ante la disminuida visión del trayecto. Huían, pero en realidad no sabían de qué. Suponía el cochero, erróneamente, que su único escape se encontraba en arribar a su destino, al contrario de padre Andrés, que sospechaba que no existía escapatoria, aunque se veía en la imperiosa necesidad de llegar a su morada.
El grito de alegría del quien guiaba el carruaje, lo obligó a asomarse por la ventanilla. La intensa lluvia le impedía ver con claridad hacia el frente. Tomó su pañuelo y se limpio varias veces la cara, y por cada vez que lo hacía, se esforzaba en su intento por aclarar la vista, a la espera de algún haz luminoso propio de la tormenta. Una enorme construcción de principios del siglo XV, se erguía aproximadamente a unos quinientos metros frente a ellos. El sacerdote volvió a su sitio. Conocía perfectamente el lugar. La fortaleza levantada en piedra, demostraba, con su aspecto, que su destino inicial no había sido el de un convento. La elevación de torres fortificadas, constituía parte de la defensa requerida, alejado en el tiempo, unos trescientos años. El cochero observó la entrada; un arco de medio punto que se encontraba casi frente a él. Los últimos metros le resultaron interminables. Blandió el látigo con fuerza y azotó a los caballos. Cruzó la arcada y se dirigió a un enorme patio interno, donde detuvo su alocada marcha, tras lo cual ambos ocupantes del vehículo descendieron rápidamente.
Mientras la tormenta arreciaba, sin menguar en intensidad, el sacerdote dejó atrás al cochero y comenzó a correr, aterrado, con la sensación de ser perseguido. La poca luz proveniente de unas lámparas de aceite, disminuida en intensidad por la fuerza del viento, apenas iluminaban su recorrido. Uno tras otro, los arcos que se elevaban en la galería perimetral al patio, eran atravesados por el longevo religioso, en su intento por arribar a su habitación lo antes posible, dejando de lado su condición de hombre septuagenario. De repente, una viga atravesada en su camino lo hizo trastabillar. Cayó al piso sin soltar su pequeño breviario, el cual aferraba como si contuviera gran parte de su vida. Logró ponerse de pié con dificultad. Pensó que en cualquier momento su corazón estallaría en varios pedazos. Continuó su carrera, cuando un terrible alarido, mezclado con el sonido de un trueno, surcó el espacio hasta sus oídos. Se dio vuelta y divisó al cochero bajo las patas delanteras de los dos primeros caballos de la cuarta, que excesivamente encabritados estaba destrozando su cráneo. Sintió un temblor en su cuerpo. No podía regresar. No tenía tiempo. De todos modos, seguramente no hubiera podido salvar la vida de ese hombre que ya estaría muerto. Pero… ¿Qué era lo que pasaba? Nadie en ese lugar escuchaba nada. ¿Habría el trueno tapado semejante grito? No quiso detenerse. Además no podía ponerse a golpear puertas. Necesitaba continuar. De pronto pensó ¡Su habitación no! Necesitaba un lugar más seguro. Se dirigió a la iglesia. Ingresó por una puerta lateral. El enorme volumen que encerraba el espacio contenía una atmósfera densa, casi al punto de ser palpable. Los pasos del religioso, a pesar de usar sandalias, repercutían, con su eco, en cada rincón del recinto. Alejado del cualquier otro pensamiento que no estuviera relacionado con su cometido, el padre Andrés se dirigió hacia el altar, buscó lo que consideró el lugar de máxima seguridad, tomó un pequeño un pedazo de cuero de su sotana, y un papel doblado, que casi le quemaba las manos, de dentro de su breviario y los guardó.
A pesar de sentir un gran temor, salió del recinto con la seguridad de haber hecho lo correcto y se dirigió apresuradamente al exterior. Regresó a verifica lo ocurrido al cochero. Su apuro y su miedo lo llevaron a recorrer el camino inverso, con la misma diligencia que antes. Cruzó nuevamente la galería y salió al patio. El temporal no daba signos de terminar. Dirigió la mirada hacia donde había dejado al pobre hombre, y sorprendido vio que el carruaje no estaba. Seguramente, pensó, los caballos deben haberse asustado y huyeron, pero el cuerpo lavado por la lluvia, aún permanecía tendido en el suelo.
Se acercó. Sintió nauseas. Nunca había visto un cadáver en semejante condiciones. Superó su estado de repulsión y haciendo el signo de la cruz, comenzó a elevar unas plegarias bajo la lluvia. De pronto sintió la presencia de una enorme ave, sobrevolando apenas a una altura mayor que la suya. Levantó la vista y observó que el buitre, que sobrepasaba los dos metros y medio de envergadura, no se sentía amedrentado por la lluvia; no podía tratarse de algo natural. Sintió un terror que lo paralizó. No sabía que hacer. En su mundo interior creyó que el rezo era lo más apropiado. Con su mano derecha tomó la cruz que colgaba de su cuello y la dirigió al cielo como pidiendo auxilio. El ave comenzó un vuelo rasante, rasgando con su pico parte del cuero cabelludo del atemorizado cura. Con sangre en su rostro y tras un esfuerzo intenso, logró levantarse y emprender la carrera. Era evidente que imperaba lo sobrenatural. Ese animal no seguía las costumbres de un ave de rapiña. En su carrera, sintió desgarrarse parte de su hombro, cayendo nuevamente a tierra, revolcándose en el lodo. Era un hombre viejo. No tenía fuerzas para luchar. Se arrodilló y comenzó a rezar el padre nuestro, mientras intentaba escribir algo, sobre el terreno barroso. Fue lo último que realizó en vida. Sintió un último dolor agudo sobre su espalda que avanzó hacia su corazón

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